sábado, 18 de octubre de 2008

PRECARIZACIÓN DEL MERCADO LABORAL...Un nuevo hallazgo.


En ocasiones me he preguntado (por supuesto sin encontrar respuesta) si esas locas carreras que toman los hamster en las ruedas sin fin de sus jaulas, las emprenden con el fin de llegar a alguna parte. Si realmente estos inquietos animalillos echan a correr persiguiendo un objetivo que nunca alcanzan, pero que no por ello, vuelven a intentarlo en cuanto tienen ocasión. ¿O acaso es que su memoria es como la de los peces y para ellos cada intento es el primero?
Una duda semejante me produce el "nuevo" descubrimiento de la precarización actual del mercado laboral.
No voy a entrar en valoraciones. Os dejo material, para quién le interese leerlo con detenimiento (tampoco es nada nuevo) y quizás nos parezca que somos nosotros quienes corremos en la rueda.

Paco Fernández, julio 2008

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La nueva semana laboral europea, de Ignacio Sotelo en El País
Publicado en Derechos, Economía, Política by reggio en Julio 9th, 2008

Los ministros de Trabajo de la Unión Europea proponen una directiva comunitaria que permita al trabajador acordar una semana laboral de hasta 60 horas, y en profesiones en las que se hacen guardias, como los médicos o los bomberos, hasta de 65. La conmoción que ha producido la noticia tiene la virtud de mostrar a las claras la situación a la que hemos llegado. Los gobiernos mayoritariamente conservadores de la Europa de los 27, capitaneados por la Italia de Berlusconi y la Francia de Sarkozy, apelan a la libertad del trabajador para permitir que cada cual pacte lo que quiera. Lo verdaderamente grave es que con ello se quiebra uno de los logros históricos del movimiento sindical: la negociación colectiva. El afán de seguir flexibilizando el mercado de trabajo ni siquiera se detiene ante la jornada simbólica de las 48 horas que, tras muchos años de lucha, en las condiciones excepcionales de la guerra, la clase obrera conquistó en 1917.
En los años 60, conocidos como la edad de oro del Estado de bienestar, se estrenó también la Comunidad Económica Europea. Y aunque el artículo 118 del Tratado de Roma reconociera a los entonces seis Estados miembros la competencia exclusiva en política social y laboral, los dos procesos se reforzaron mutuamente, al basarse el Estado social en el crecimiento que potenció la Comunidad.
A la larga, sin embargo, la integración económica europea ha ido creando un marco supraestatal de carácter neoliberal que pone límites muy precisos al Estado social. La UE ha rehusado implantar una política social comunitaria, pero obliga a los socios a que desarrollen la que consideren oportuna dentro de los estrechos márgenes económicos establecidos.
La ampliación al Este ha reforzado aún más la debilidad social de la Unión, al adherirse unos países que han desmontado prácticamente por completo las instituciones sociales provinientes del Estado colectivista.
La política social, incluyendo la lucha contra la pobreza en el sentido más amplio, es responsabilidad de los Estados; la Unión únicamente se encarga de la coordinación de estas políticas, tal como se concretó en el Consejo Europeo de Niza, en diciembre de 2000. Y justamente, las políticas comunitarias que han contribuido al desmontaje del Estado de bienestar explican el distanciamiento de una buena parte de la población. Si hubieran celebrado consultas populares, muchos otros países habrían tenido el mismo resultado negativo que el del referéndum irlandés.
En los años 80 se abrió paso la idea de que la automatización y la informática llevarían en su seno el fin del trabajo asalariado, o al menos lo modificarían de manera sustancial. Así como la mecanización del campo expulsó mucha mano de obra hacia la industria, la automatización la arroja a los servicios. Cada vez se necesitan menos personas empleadas en la producción, y las que quedan se dedican esencialmente a vigilar que un proceso totalmente automatizado transcurra sin incidentes. La industria del acero, y luego la del automóvil, son ejemplos patentes de la eliminación de cientos de miles de puestos de trabajo. Primero la máquina sustituyó al esfuerzo muscular, luego la automatización al trabajo y al final la inteligencia artificial acabará por desalojar a buena parte de los empleados en los servicios.
En lo que atañe a la demanda de mano de obra, lo probable es que las diferencias entre los servicios vayan en aumento, pero casi todos, por no decir todos, antes o después se verán afectados por las nuevas tecnologías. El progreso tecnológico aumenta exponencialmente la productividad, y con ella la riqueza, pero a costa de suprimir puestos de trabajo.
Los que consideran el trabajo como algo cada vez más residual en un mundo totalmente automatizado, en el que los robots terminarán por llevar a cabo hasta las más simples tareas domésticas, se preguntan de qué va a vivir la multitud creciente de desempleados.
¿Acaso cabe un capitalismo sin la díada, antagónica o no, de capital y trabajo? ¿O es el mercado, y no el trabajo, como quiere el marginalismo de la segunda economía clásica, el agente creador de riqueza y, por tanto, cabría un capitalismo en el que el capital no necesitase ya del trabajo ajeno?
Lo paradójico, al menos a primera vista, es que se tolere ampliar la jornada laboral, cuando el pleno empleo ha desaparecido de un horizonte creíble y la preocupación principal se centra en cómo repartir el trabajo y luego la renta nacional para que lo producido por una minoría esté también al alcance de los que se han quedado sin empleo. De lo contrario, el capitalismo se desmoronaría en una enorme crisis de superproducción. En el capitalismo tecnológicamente desarrollado la persona pierde relevancia como trabajador, pero la mantiene, e incluso la aumenta, como consumidor. El capitalismo podría tal vez subsistir sin trabajo asalariado, pero en ningún caso sin consumidores de lo que produce.
La tesis de que con el desarrollo tecnológico alcanzado desaparecerá el trabajo muestra una cierta verosimilitud desde la mera abstracción lógica, pero empíricamente nada se descubre que lleve trazas de que esto vaya a ocurrir en un futuro previsible. A nivel mundial el trabajo asalariado ha aumentado, como corresponde a la expansión de la producción capitalista por todo el planeta. También en los países de la OCDE, pese a que el desempleo se mantenga cerca del 10%, ha crecido la población activa. Entre 1981 y 1997, el empleo aumentó casi un 20%, es decir, una tasa media del 1,06% anual.
El incremento de la población activa se debe tanto a la incorporación de la mujer al mercado laboral, la verdadera revolución del siglo XX, como a la inmigración, que será la del siglo XXI. Lo cierto es que no se han concretado los planes de reparto del trabajo, o se han suprimido allí donde habían comenzado a ponerlos en marcha. Tampoco ha aumentado el tiempo libre para los que aún gozan de un empleo fijo; al contrario, cuanto mayores sean las competencias o las responsabilidades, la jornada laboral muestra también una tendencia a alargarse. Para la mayoría de los asalariados de los países de la OCDE, la llamada flexibilización del mercado de trabajo lo único que les ha traído es mayor precaridad.
Hay que tener muy en cuenta que, de aprobarse, la directiva comunitaria no significará un aumento de la jornada laboral en el conjunto de los sectores productivos. De lo que se trata es de permitir una mayor diferenciación de los horarios y de las jornadas laborales, acorde con las necesidades peculiares de cada rama. Que se atrevan a plantearlo ahora se debe a la escasez de puestos de trabajo, el factor que más debilita a los asalariados y a sus organizaciones.
También conviene insistir en que no tendrá la misma repercusión en todos los socios de la Unión. Los países menos avanzados de la Europa del Este, o aquellos con organizaciones sindicales más débiles, intentarán competir con salarios más bajos -ya lo hacen- y con jornadas laborales más largas, que es lo que ahora se quiere legalizar.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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C. Marx

Trabajo asalariado y capital
(1849)


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Escrito: Texto de Marx, en 1849; Introducción de Engels, en 1891.
Primera Edición: "Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" (Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia), del 5, 6, 7, 8 y 11 de abril de 1849 y en folleto aparte, bajo la redacción y con un prefacio de F. Engels, en Berlín, en 1891.
Fuente: Biblioteca Virtual Espartaco.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.





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De diversas partes se nos ha reprochado el que no hayamos expuesto las relaciones económicas que forman la base material de la lucha de clases y de las luchas nacionales de nuestros días. Sólo hemos examinado intencionadamente estas relaciones allí donde se imponían directamente en las colisiones políticas.
Tratábase, principalmente, de seguir la lucha de clases en la historia cotidiana, y demostrar empíricamente, con los materiales históricos existentes y con los que iban apareciendo todos los días, que con el sojuzgamiento de la clase obrera, protagonista de febrero y marzo, fueron vencidos, al propio tiempo, sus adversarios: en Francia, los republicanos burgueses, y en todo el continente europeo, las clases burguesas y campesinas en lucha contra el absolutismo feudal; que el triunfo de la «república honesta» en Francia fue, al mismo tiempo, la derrota de las naciones que habían respondido a la revolución de febrero con heroicas guerras de independencia; y, finalmente, que con la derrota de los obreros revolucionarios, Europa ha vuelto a caer bajo su antigua doble esclavitud: la esclavitud anglo-rusa. La batalla de junio en París, la caída de Viena, la tragicomedia del noviembre berlinés de 1848, los esfuerzos desesperados de Polonia, Italia y Hungría, el sometimiento de Irlanda por el hambre: tales fueron los acontecimientos principales en que se resumió la lucha europea de clases entre la burguesía y la clase obrera, y a través de los cuales hemos demostrado que todo levantamiento revolucionario, por muy alejada que parezca estar su meta de la lucha de clases, tiene necesariamente que fracasar mientras no triunfe la clase obrera revolucionaria, que toda reforma social no será más que una utopía mientras la revolución proletaria y la contrarrevolución feudal no midan sus armas en una guerra mundial. En nuestra descripción lo mismo que en la realidad, Bélgica y Suiza eran estampas de género, caricaturescas y tragicómicas en el gran cuadro histórico: una, el Estado modelo de la monarquía burguesa; la otra, el Estado modelo de la república burguesa, y ambas, Estados que se hacen la ilusión de estar tan libres de la, lucha de clases como de la revolución europea.
Ahora que nuestros lectores han visto ya desarrollarse la lucha de clases, durante el año 1848, en formas políticas gigantescas, ha llegado el momento de analizar más de cerca las relaciones económicas en que descansan por igual la existencia de la burguesía y su dominación de clase, así como la esclavitud de los obreros.
Expondremos en tres grandes apartados:
1) La relación entre el trabajo asalariado y el capital, la esclavitud del obrero, la dominación del capitalista.
2) La inevitable ruina, bajo el sistema actual, de las clases medias burguesas y del llamado estamento campesino.
3) El sojuzgamiento y la explotación comercial de las clases burguesas de las distintas naciones europeas por Inglaterra, el déspota del mercado mundial.
Nos esforzaremos por conseguir que nuestra exposición sea lo más sencilla y popular posible, sin dar por supuestas ni las nociones más elementales de la Economía Política. Queremos que los obreros nos entiendan. Además, en Alemania reinan una ignorancia y una confusión de conceptos verdaderamente asombrosas acerca de las relaciones económicas más simples, que van desde los defensores patentados del orden de cosas existente hasta los taumaturgos socialistas y los genios políticos incomprendidos, que en la desmembrada Alemania abundan todavía más que los «padres de la Patria».
Pasemos, pues, al primer problema:
¿Qué es el salario? ¿Cómo se determina?
Si preguntamos a los obreros qué salario perciben, uno nos contestará: «Mi burgués me paga un marco por la jornada de trabajo»; el otro: «Yo recibo dos marcos», etc. Según las distintas ramas del trabajo a que pertenezcan, nos indicarán las distintas cantidades de dinero que los burgueses respectivos les pagan por la ejecución de una tarea determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por componer un pliego de imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos coinciden en un punto: el salario es la cantidad de dinero que el capitalista paga por un determinado tiempo de trabajo o por la ejecución de una tarea determinada.
Por tanto, diríase que el capitalista les compra con dinero el trabajo de los obreros. Estos le venden por dinero su trabajo. Pero esto no es más que la apariencia. Lo que en realidad venden los obreros al capitalista por dinero es su fuerza de trabajo. El capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc. Y, una vez comprada, la consume, haciendo que los obreros trabajen durante el tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra su fuerza de trabajo, por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría comprar dos libras de azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía cualquiera. Los dos marcos con los que compra dos libras de azúcar son el precio de las dos libras de azúcar. Los dos marcos con los que compra doce horas de uso de la fuerza de trabajo son el precio de un trabajo de doce horas. La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta, con la balanza.
Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este cambio se realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por tantas horas de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos marcos. Y estos dos marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que pueden adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de todo género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos marcos, el capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto, los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que se designa el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial de esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre del hombre.
Tomemos un obrero cualquiera, un tejedor, por ejemplo. El capitalista le suministra el telar y el hilo. El tejedor se pone a trabajar y el hilo se convierte en lienzo. El capitalista se adueña del lienzo y lo vende en veinte marcos, por ejemplo. ¿Acaso el salario del tejedor representa una parte del lienzo, de los veinte marcos, del producto de su trabajo? Nada de eso. El tejedor recibe su salario mucho antes de venderse el lienzo, tal vez mucho antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el capitalista no paga este salario con el dinero que ha de obtener del lienzo, sino de un fondo de dinero que tiene en reserva. Las mercancías entregadas al tejedor a cambio de la suya, de la fuerza de trabajo, no son productos de su trabajo, del mismo modo que no lo son el telar y el hilo que el burgués le ha suministrado. Podría ocurrir que el burgués no encontrase ningún comprador para su lienzo. Podría ocurrir también que no se reembolsase con el producto de su venta ni el salario pagado. Y puede ocurrir también que lo venda muy ventajosamente, en comparación con el salario del tejedor. Al tejedor todo esto le tiene sin cuidado. El capitalista, con una parte de la fortuna de que dispone, de su capital, compra la fuerza de trabajo del tejedor, exactamente lo mismo que con otra parte de la fortuna ha comprado las materias primas —el hilo— y el instrumento de trabajo —el telar—. Una vez hechas estas compras, entre las que figura la de la fuerza de trabajo necesaria para elaborar el lienzo, el capitalista produce ya con materias primas e instrumentos de trabajo de su exclusiva pertenencia. Entre los instrumentos de trabajo va incluido también, naturalmente, nuestro buen tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto en la misma medida que el telar; es decir, absolutamente en nada.
Por tanto, el salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva.
La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir.
Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como oruga, sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido siempre una mercancía. El trabajo no ha sido siempre trabajo asalariado, es decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su fuerza de trabajo al esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo al labrador. El esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de trabajo, a su dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un dueño a manos de otro. El es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no es una mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende una parte de su fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un salario del propietario del suelo; por el contrario, es éste, el propietario del suelo, quien percibe de él un tributo.
El siervo de la gleba es un atributo del suelo y rinde frutos al dueño de éste. En cambio, el obrero libre se vende él mismo y además, se vende en partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día tras día, entregándolas al mejor postor, al propietario de las materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida; es decir, al capitalista. El obrero no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo, pero las 8, 10, 12, 15 horas de su vida cotidiana pertenecen a quien se las compra. El obrero, en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien se ha alquilado, y el capitalista le despide cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar un patrono, es decir, encontrar dentro de esta clase capitalista un comprador.
Antes de pasar a examinar más de cerca la relación entre el capital y el trabajo asalariado, expondremos brevemente los factores más generales que intervienen en la determinación del salario.
El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía.
Ahora bien, nos preguntamos: ¿Cómo se determina el precio de una mercancía?
¿Qué es lo que determina el precio de una mercancía?
Es la competencia entre compradores y vendedores, la relación entre la demanda y la oferta, entre la apetencia y la oferta. La competencia que determina el precio de una mercancía tiene tres aspectos.
La misma mercancía es ofrecida por diversos vendedores. Quien venda mercancías de igual calidad a precio más barato, puede estar seguro de que eliminará del campo de batalla a los demás vendedores y se asegurará mayor venta. Por tanto, los vendedores se disputan mutuamente la venta, el mercado. Todos quieren vender, vender lo más que puedan, y, si es posible, vender ellos solos, eliminando a los demás. Por eso unos venden más barato que otros. Tenemos, pues, una competencia entre vendedores, que abarata el precio de las mercancías puestas a la venta.
Pero hay también una competencia entre compradores, que a su vez, hace subir el precio de las mercancías puestas a la venta.
Y, finalmente, hay la competencia entre compradores y vendedores; unos quieren comprar lo más barato posible, otros vender lo más caro que puedan. El resultado de esta competencia entre compradores y vendedores dependerá de la relación existente entre los dos aspectos de la competencia mencionada más arriba; es decir, de que predomine la competencia entre las huestes de los compradores o entre las huestes de los vendedores. La industria lanza al campo de batalla a dos ejércitos contendientes, en las filas de cada uno de los cuales se libra además una batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan menos entre sí es el que triunfa sobre el otro.
Supongamos que en el mercado hay 100 balas de algodón y que existen compradores para 1.000 balas. En este caso, la demanda es, como vemos, diez veces mayor que la oferta. La competencia entre los compradores será, por tanto, muy grande; todos querrán conseguir una bala, y si es posible las cien. Este ejemplo no es ninguna suposición arbitraria. En la historia del comercio hemos asistido a períodos de mala cosecha algodonera, en que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban por comprar, no ya cien balas, sino todas las reservas de algodón de la tierra. En el caso que citamos, cada comprador procurará, por tanto, desalojar al otro, ofreciendo un precio relativamente mayor por cada bala de algodón. Los vendedores, que ven a las fuerzas del ejército enemigo empeñadas en una rabiosa lucha intestina y que tienen segura la venta de todas sus cien balas, se guardarán muy mucho de irse a las manos para hacer bajar los precios del algodón, en un momento en que sus enemigos se desviven por hacerlos subir. Se hace, pues, a escape, la paz entre las huestes de los vendedores. Estos se enfrentan como un solo hombre con los compradores, se cruzan olímpicamente de brazos. Y sus exigencias no tendrían límite si no lo tuvieran, y muy concreto, hasta las ofertas de los compradores más insistentes.
Por tanto, cuando la oferta de una mercancía es inferior a su demanda, la competencia entre los vendedores queda anulada o muy debilitada. Y en la medida en que se atenúa esta competencia, crece la competencia entablada entre los compradores. Resultado: alza más o menos considerable de los precios de las mercancías.
Con mayor frecuencia se da, como es sabido, el caso inverso, y con inversos resultados: exceso considerable de la oferta sobre la demanda; competencia desesperada entre los vendedores; falta de compradores; lanzamiento de las mercancías al malbarato.
Pero, ¿qué significa eso del alza y la baja de los precios? ¿Qué quiere decir precios altos y precios bajos? Un grano de arena es alto si se le mira al microscopio, y, comparada con una montaña. una torre resulta baja. Si el precio está determinado por la relación entre la oferta y la demanda, ¿qué es lo que determina esta relación entre la oferta y la demanda?
Preguntemos al primer burgués que nos salga al paso. No separará a meditar ni un instante, sino que, cual nuevo Alejandro Magno, cortará este nudo metafísico [1] con la tabla de multiplicar. Nos dirá: si el fabricar la mercancía que vendo me ha costado cien marcos y la vendo por 110 —pasado un año, se entiende—, esta ganancia es una ganancia moderada, honesta y decente. Si obtengo, a cambio de esta mercancía, 120, 130 marcos, será ya una ganancia alta; y si consigo hasta 200 marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme. ¿Qué es lo que le sirve a nuestro burgués de criterio para medir la ganancia? El coste de producción de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado menos, pierde. Si a cambio de su mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado más, gana. Y calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados que el valor de cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima de cero, por debajo o por encima del coste de producción.
Hemos visto que la relación variable entre la oferta y la demanda lleva aparejada tan pronto el alza como la baja de los precios determina tan pronto precios altos como precios bajos. Si el precio de una mercancía sube considerablemente, porque la oferta baje o porque crezca desproporcionadamente la demanda, con ello necesariamente bajará en proporción el precio de cualquier otra mercancía, pues el precio de una mercancía no hace más que expresar en dinero la proporción en que otras mercancías se entregan a cambio de ella. Si, por ejemplo, el precio de una vara de seda sube de cinco marcos a seis, bajará el precio de la plata en relación con la seda, y asimismo disminuirá, en proporción con ella, el precio de todas las demás mercancías que sigan costando igual que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora habrá que dar a cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué ocurrirá al subir el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a la rama industrial floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de la industria favorecida durará hasta que arroje las ganancias normales; o más exactamente, hasta que el precio de sus productos descienda, empujado por la superproducción, por debajo del coste de producción.
Y viceversa. Si el precio de una mercancía desciende por debajo de su coste de producción, los capitales se retraerán de la producción de esta mercancía. Exceptuando el caso en que una rama industrial no corresponda ya a la época, y, por tanto, tenga que desaparecer, esta huida de los capitales irá reduciendo la producción de aquella mercancía, es decir, su oferta, hasta que corresponda a la demanda, y, por tanto, hasta que su precio vuelva a levantarse al nivel de su coste de producción, o, mejor dicho, hasta que la oferta sea inferior a la demanda; es decir, hasta que su precio rebase nuevamente su coste de producción, pues el precio corriente de una mercancía es siempre inferior o superior a su coste de producción.
Vemos que los capitales huyen o afluyen constantemente del campo de una industria al de otra. Los precios altos determinan una afluencia excesiva, y los precios bajos, una huida exagerada.
Podríamos demostrar también, desde otro punto de vista, cómo el coste de producción determina, no sólo la oferta, sino también la demanda. Pero esto nos desviaría demasiado de nuestro objetivo.
Acabamos de ver cómo las oscilaciones de la oferta y la demanda vuelven a reducir siempre el precio de una mercancía a su coste de producción. Es cierto que el precio real de una mercancía es siempre superior o inferior al coste de producción, pero el alza y la baja se compensan mutuamente, de tal modo que, dentro de un determinado período de tiempo, englobando en el cálculo el flujo y el reflujo de la industria, puede afirmarse que las mercancías se cambian unas por otras con arreglo a su coste de producción, y su precio se determina, consiguientemente, por aquél.
Esta determinación del precio por el coste de producción no debe entenderse en el sentido en que la entienden los economistas. Los economistas dicen que el precio medio de las mercancías equivale al coste de producción; que esto es la ley. Ellos consideran como obra del azar el movimiento anárquico en que el alza se nivela con la baja y ésta con el alza. Con el mismo derecho podría considerarse, como lo hacen en efecto otros economistas, que estas oscilaciones son la ley, y la determinación del precio por el coste de producción, fruto del azar. En realidad, si se las examina de cerca. se ve que estas oscilaciones acarrean las más espantosas desolaciones y son como terremotos que hacen estremecerse los fundamentos de la sociedad burguesa. son las únicas que en su curso determinan el precio por el coste de producción. El movimiento conjunto de este desorden es su orden. En el transcurso de esta anarquía industrial, en este movimiento cíclico, la concurrencia se encarga de compensar, como si dijésemos, una extravagancia con otra.
Vemos, pues, que el precio de una mercancía se determina por su coste de producción, de modo que las épocas en que el precio de esta mercancía rebasa el coste de producción se compensan con aquellas en que queda por debajo de este coste de producción, y viceversa. Claro está que esta norma no rige para un producto industrial concreto, sino solamente para la rama industrial entera. No rige tampoco, por tanto, para un solo industrial, sino únicamente para la clase entera de los industriales.
La determinación del precio por el coste de producción equivale a la determinación del precio por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía, pues el coste de producción está formado:
1) por las materias primas y el desgaste de los instrumentos, es decir, por productos industriales cuya fabricación ha costado una determinada cantidad de jornadas de trabajo y que representan, por tanto, una determinada cantidad de tiempo de trabajo. y
2) por el trabajo directo; cuya medida es también el tiempo.
Las mismas leyes generales que regulan el precio de las mercancías en general regulan también, naturalmente, el salario, el precio del trabajo.
La remuneración del trabajo subirá o bajará según la relación entre la demanda y la oferta, según el cariz que presente la competencia entre los compradores de la fuerza de trabajo, los capitalistas, y los vendedores de la fuerza de trabajo, los obreros. A las oscilaciones de los precios de las mercancías en general les corresponden las oscilaciones del salario. Pero, dentro de estas oscilaciones, el precio del trabajo se hallará determinado por el coste de producción, por el tiempo de trabajo necesario para producir esta mercancía, que es la fuerza de trabajo.
Ahora bien, ¿cuál es el coste de producción de la fuerza de trabajo?
Es lo que cuesta sostener al obrero como tal obrero y educarlo para este oficio.
Por tanto, cuanto menos tiempo de aprendizaje exija un trabajo, menor será el coste de producción del obrero, más bajo el precio de su trabajo, su salario. En las ramas industriales que no exigen apenas tiempo de aprendizaje, bastando con la mera existencia corpórea del obrero, el coste de producción de éste se reduce casi exclusivamente a las mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en condiciones de trabajar. Por tanto, aquí el precio de su trabajo estará determinado por el precio de los medios de vida indispensables.
Pero hay que tener presente, además, otra circunstancia.
El fabricante, al calcular su coste de producción, y con arreglo a él el precio de los productos, incluye en el cálculo el desgaste de los instrumentos de trabajo. Si una máquina le cuesta, por ejemplo, mil marcos y se desgasta totalmente en diez años, agregará cien marcos cada año al precio de las mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez años, poder sustituir la máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo modo hay que incluir en el coste de producción de la fuerza de trabajo simple el coste de procreación que permite a la clase obrera estar en condiciones de multiplicarse y de reponer los obreros agotados por otros nuevos. El desgaste del obrero entra, por tanto, en los cálculos, ni más ni menos que el desgaste de las máquinas.
Por tanto, el coste de producción de la fuerza de trabajo simple se cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción del obrero. El precio de este coste de existencia y reproducción es el que forma el salario. El salario así determinado es lo que se llama el salario mínimo. Al igual que la determinación del precio de las mercancías en general por el coste de producción, este salario mínimo no rige para el individuo, sino para la especie. Hay obreros, millones de obreros, que no ganan lo necesario para poder vivir y procrear; pero el salario de la clase obrera en conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre la base de este mínimo.
Ahora, después de haber puesto en claro las leyes generales que regulan el salario, al igual que el precio de cualquier otra mercancía, ya podemos entrar de un modo más concreto en nuestro tema.
El capital está formado por materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de todo género que se emplean para producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo, productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital.
Así dicen los economistas.
¿Qué es un esclavo negro? Un hombre de la raza negra. Una explicación vale tanto como la otra.
Un negro es un negro. Sólo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar.
En la producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros. No pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común y establecer un intercambio de actividades. Para producir los hombres contraen determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es cómo se relacionan con la naturaleza y cómo se efectúa la producción.
Estas relaciones sociales que contraen los productores entre sí, las condiciones en que intercambian sus actividades y toman parte en el proceso conJunto de la producción variarán, naturalmente según el carácter de los medios de producción. Con la invención de un nuevo instrumento de guerra, el arma de fuego, hubo de cambiar forzosamente toda la organización interna de los ejércitos. cambiaron las relaciones dentro de las cuales formaban los individuos un ejército y podían actuar como tal, y cambió también la relación entre los distintos ejércitos.
Las relaciones sociales en las que los individuos producen, las relaciones sociales de producción, cambian, por tanto, se transforman, al cambiar y desarrollarse los medios materiales de producción, las fuerzas productivas. Las relaciones de producción forman en conjunto lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar y distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad burguesa, son otros tantos conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los cuales representa, a la vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la humanidad.
También el capital es una relación social de producción. Es una relación burguesa de producción, una relación de producción de la sociedad burguesa. Los medios de vida, los instrumentos de trabajo, las materias primas que componen el capital, ¿no han sido producidos y acumulados bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿No se emplean para un nuevo proceso de producción bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este carácter social determinado el que convierte en capital los productos destinados a la nueva producción?
El capital no se compone solamente de medios de vida, instrumentos de trabajo y materias primas, no se compone solamente de productos materiales; se compone igualmente de valores de cambio. Todos los productos que lo integran son mercancías. El capital no es, pues, solamente una suma de productos materiales; es una suma de mercancías, de valores de cambio, de magnitudes sociales.
El capital sigue siendo el mismo, aunque sustituyamos la lana por algodón, el trigo por arroz, los ferrocarriles por vapores, a condición de que el algodón, el arroz y los vapores —el cuerpo del capital— tengan el mismo valor de cambio, el mismo precio que la lana, el trigo y los ferrocarriles en que antes se encarnaba. El cuerpo del capital es susceptible de cambiar constantemente, sin que por eso sufra el capital la menor alteración.
Pero, si todo capital es una suma de mercancías, es decir, de valores de cambio, no toda suma de mercancías, de valores de cambio, es capital.
Toda suma de valores de cambio es un valor de cambio. Todo valor de cambio concreto es una suma de valores de cambio. Por ejemplo, una casa que vale mil marcos es un valor de cambio de mil marcos. Una hoja de papel que valga un pfennig, es una suma de valores de cambio de fennig.
Los productos susceptibles de ser cambiados por otros productos son mercancías. La proporción concreta en que pueden cambiarse constituye su valor de cambio, o, si se expresa en dinero, su precio. La cantidad de estos productos no altera para nada su destino de mercancías, de ser un valor de cambio o de tener un determinado precio. Sea grande o pequeño, un árbol es siempre un árbol. Por el hecho de cambiar hierro por otros productos en medias onzas o en quintales, ¿cambia su carácter de mercancía, de valor de cambio? Lo único que hace el volumen es dar a una mercancía mayor o menor valor, un precio más alto o más bajo.
Ahora bien, ¿cómo se convierte en capital una suma de mercancías, de valores de cambio?
Por el hecho de que, en cuanto fuerza social independiente, es decir, en cuanto fuerza en poder de una parte de la sociedad, se conserva y aumenta por medio del intercambio con la fuerza de trabajo inmediata, viva. La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad de trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital.
Sólo el dominio del trabajo acumulado, pretérito, materializado sobre el trabajo inmediato, vivo, convierte el trabajo acumulado en capital.
El capital no consiste en que el trabajo acumulado sirva al trabajo vivo como medio para nueva producción. Consiste en que el trabajo vivo sirva al trabajo acumulado como medio para conservar y aumentar su valor de cambio.
¿Qué acontece en el intercambio entre el capitalista y el obrero asalariado?
El obrero obtiene a cambio de su fuerza de trabajo medios de vida, pero, a cambio de estos medios de vida de su propiedad, el capitalista adquiere trabajo, la actividad productiva del obrero, la fuerza creadora con la cual el obrero no sólo repone lo que consume, sino que da al trabajo acumulado un mayor valor del que antes poseía. El obrero recibe del capitalista una parte de los medios de vida existentes. ¿Para qué le sirven estos medios de vida? Para su consumo inmediato. Pero, al consumir los medios de vida de que dispongo, los pierdo irreparablemente, a no ser que emplee el tiempo durante el cual me mantienen estos medios de vida en producir otros, en crear con mi trabajo, mientras los consumo, en vez de los valores destruidos al consumirlos, otros nuevos. Pero esta noble fuerza reproductiva del trabajo es precisamente la que el obrero cede al capital, a cambio de los medios de vida que éste le entrega. Al cederla, se queda, pues, sin ella.
Pongamos un ejemplo. Un granjero abona a su jornalero cinco silbergroschen por día. Por los cinco silbergroschen el jornalero trabaja la tierra del granjero durante un día entero, asegurándole con su trabajo un ingreso de diez silbergroschen. El granjero no sólo recobra los valores que cede al jornalero, sino que los duplica. Por tanto, invierte, consume de un modo fecundo, productivo. los cinco silbergroschen que paga al jornalero. Por estos cinco silbergroschen compra precisamente el trabajo y la fuerza del jornalero, que crean productos del campo por el doble de valor y convierten los cinco silbergroschen en diez. En cambio, el jornalero obtiene en vez de su fuerza productiva, cuyos frutos ha cedido al granjero, cinco silbergroschen, que cambia por medios de vida, los cuales se han consumido de dos modos: reproductivamente para el capital, puesto que éste los cambia por una fuerza de trabajo [*] que produce diez silbergroschen; improductivamente para el obrero, pues los cambia por medios de vida que desaparecen para siempre y cuyo valor sólo puede recobrar repitiendo el cambio anterior con el granjero. Por consiguiente, el capital presupone el trabajo asalariado, y éste, el capital. Ambos se condicionan y se engendran recíprocamente.
Un obrero de una fábrica algodonera ¿produce solamente tejidos de algodón? No, produce capital. Produce valores que sirven de nuevo para mandar sobre su trabajo y crear, por medio de éste, nuevos valores.
El capital sólo puede aumentar cambiándose por fuerza de trabajo, engendrando el trabajo asalariado. Y la fuerza de trabajo del obrero asalariado sólo puede cambiarse por capital acrecentándolo, fortaleciendo la potencia de que es esclava. El aumento del capital es, por tanto, aumento del proletariado, es decir, de la clase obrera.
El interés del capitalista y del obrero es, por consiguiente, el mismo, afirman los burgueses y sus economistas. En efecto, el obrero perece si el capital no le da empleo. El capital perece si no explota la fuerza de trabajo, y, para explotarla, tiene que comprarla. Cuanto más velozmente crece el capital destinado a la producción, el capital productivo, y, por consiguiente, cuanto más próspera es la industria, cuanto más se enriquece la burguesía, cuanto mejor marchan los negocios, más obreros necesita el capitalista y más caro se vende el obrero.
Por consiguiente, la condición imprescindible para que la situación del obrero sea tolerable es que crezca con la mayor rapidez posible el capital productivo.
Pero, ¿qué significa el crecimiento del capital productivo? Significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la clase obrera. Cuando el trabajo asalariado produce la riqueza extraña que le domina, la potencia enemiga suya, el capital, refluyen a él, emanados de éste, medios de trabajo, es decir, medios de vida, a condición de que se convierta de nuevo en parte integrante del capital, en palanca que le haga crecer de nuevo con ritmo acelerado
Decir que los intereses del capital y los intereses de los obreros son los mismos, equivale simplemente a decir que el capital y el trabajo asalariado son dos aspectos de una misma relación. El uno se halla condicionado por el otro, como el usurero por el derrochador, y viceversa.
Mientras el obrero asalariado es obrero asalariado, su suerte depende del capital. He ahí la tan cacareada comunidad de intereses entre el obrero y el capitalista.
Al crecer el capital, crece la masa del trabajo asalariado, crece el número de obreros asalariados; en una palabra, la dominación del capital se extiende a una masa mayor de individuos. Y, suponiendo el caso más favorable: al crecer el capital productivo, crece la demanda de trabajo y crece también, por tanto, el precio del trabajo, el salario.
Sea grande o pequeña una casa, mientras las que la rodean son también pequeñas cumple todas las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.
Un aumento sensible del salario presupone un crecimiento veloz del capital productivo. A su vez, este veloz crecimiento del capital productivo provoca un desarrollo no menos veloz de riquezas, de lujo, de necesidades y goces sociales. Por tanto, aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción social que producen es ahora menor, comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y con el nivel de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, son siempre relativos.
El salario no se determina solamente, en general, por la cantidad de mercancías que pueden obtenerse a cambio de él. Encierra diferentes relaciones.
Lo que el obrero percibe, en primer término, por su fuerza de trabajo, es una determinada cantidad de dinero. ¿Acaso el salario se halla determinado exclusivamente por este precio en dinero?
En el siglo XVI, a consecuencia del descubrimiento en América de minas más ricas y más fáciles de explotar, aumentó el volumen de oro y plata que circulaba en Europa. El valor del oro y la plata bajó, por tanto, en relación con las demás mercancías. Los obreros seguían cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de plata acuñada. El precio en dinero de su trabajo seguía siendo el mismo, y, sin embargo, su salario había disminuido, pues a cambio de esta cantidad de plata, obtenían ahora una cantidad menor de otras mercancías. Fue ésta una de las circunstancias que fomentaron el incremento del capital y, el auge de la burguesía en el siglo XVI.
Tomemos otro caso. En el invierno de 1847, a consecuencia de una mala cosecha, subieron considerablemente los precios de los artículos de primera necesidad: el trigo, la carne, la mantequilla, el queso, etc. Suponiendo que los obreros hubiesen seguido cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de dinero que antes, ¿no habrían disminuido sus salarios? Indudablemente. A cambio de la misma cantidad de dinero obtenían menos pan, menos carne, etc. Sus salarios bajaron, no porque hubiese disminuido el valor de la plata, sino porque aumentó el valor de los víveres.
Finalmente, supongamos que la expresión monetaria del precio del trabajo siga siendo el mismo, mientras que todas las mercancías agrícolas y manufacturadas bajan de precio, merced a la aplicación de nueva maquinaria, a la estación más favorable, etc. Ahora, por el mismo dinero los obreros podrán comprar más mercancías de todas clases. Su salario, por tanto, habrá aumentado, precisamente por no haberse alterado su valor en dinero.
Como vemos, la expresión monetaria del precio del trabajo, el salario nominal, no coincide con el salario real, es decir, con la cantidad de mercancías que se obtienen realmente a cambio del salario. Por consiguiente, cuando hablamos del alza o de la baja del salario. no debemos fijarnos solamente en la expresión monetaria del precio del trabajo, en el salario nominal.
Pero, ni el salario nominal, es decir, la suma de dinero por la que el obrero se vende al capitalista, ni el salario real, o sea, la cantidad de mercancías que puede comprar con este dinero, agotan las relaciones que encierra el salario.
El salario se halla determinado, además y sobre todo, por su relación con la ganancia, con el beneficio obtenido por el capitalista: es un salario relativo, proporcional.
El salario real expresa el precio del trabajo en relación con el precio de las demás mercancías; el salario relativo acusa, por el contrario, la parte del nuevo valor creado por el trabajo, que percibe el trabajo directo, en proporción a la parte del valor que se incorpora al trabajo acumulado, es decir, al capital.
Decíamos más arriba, en la pág. 14: «El salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. Pero el capitalista tiene que reponer nuevamente este salario, incluyéndolo en el precio por el que vende el producto creado por el obrero; y tiene que reponerlo de tal modo, que, después de cubrir el coste de producción desembolsado, le quede además, por regla general, un remanente, una ganancia. El precio de venta de la mercancía producida por el obrero se divide para el capitalista en tres partes: la primera, para reponer el precio desembolsado en comprar materias primas, así como para reponer el desgaste de las herramientas, máquinas y otros instrumentos de trabajo adelantados por él; la segunda, para reponer los salarios por él adelantados, y la tercera, el remanente que queda después de saldar las dos partes anteriores, la ganancia del capitalista. Mientras que la primera parte se limita a reponer valores que ya existían, es evidente que tanto la suma destinada a reembolsar los salarios abonados como el remanente que forma la ganancia del capitalista salen en su totalidad del nuevo valor creado por el trabajo del obrero y añadido a las materias primas. En este sentido, podemos considerar tanto el salario como la ganancia, para compararlos entre sí, como partes del producto del obrero.
Puede ocurrir que el salario real continúe siendo el mismo e incluso que aumente, y, no obstante, disminuya el salario relativo. Supongamos, por ejemplo, que el precio de todos los medios de vida baja en dos terceras partes, mientras que el salario diario sólo disminuye en un tercio, de tres marcos a dos, v. gr. Aunque el obrero, con estos dos marcos, podrá comprar una cantidad mayor de mercancías que antes con tres, su salario habrá disminuido, en relación con la ganancia obtenida por el capitalista. La ganancia del capitalista (por ejemplo, del fabricante) ha aumentado en un marco; es decir, que ahora el obrero, por una cantidad menor de valores de cambio, que el capitalista le entrega, tiene que producir una cantidad mayor de estos mismos valores. La parte obtenida por el capital aumenta en comparación con la del trabajo. La distribución de la riqueza social entre el capital y el trabajo es ahora todavía más desigual que antes. El capitalista manda con el mismo capital sobre una cantidad mayor de trabajo. El poder de la clase de los capitalistas sobre la clase obrera ha crecido, la situación social del obrero ha empeorado, ha descendido un grado más en comparación con la del capitalista .
¿Cuál es la ley general que rige el alza y la baja del salario y la ganancia, en sus relaciones mutuas?
Se hallan en razón inversa. La parte de que se apropia el capital, la ganancia, aumenta en la misma proporción en que disminuye la parte que le toca al trabajo, el salario, y viceversa. La ganancia aumenta en la medida en que disminuye el salario y disminuye en la medida en que éste aumenta.
Se objetará acaso que el capital puede obtener ganancia cambiando ventajosamente sus productos con otros capitalistas, cuando aumenta la demanda de su mercancía, sea mediante la apertura de nuevos mercados, sea al aumentar momentáneamente las necesidades en los mercados antiguos. etc.; que, por tanto. las ganancias de un capitalista pueden aumentar a costa de otros capitalistas, independientemente del alza o baja del salario, del valor de cambio de la fuerza de trabajo; que las ganancias del capitalista pueden aumentar también mediante el perfeccionamiento de los instrumentos de trabajo, la nueva aplicación de las fuerzas naturales, etc.
En primer lugar, se reconocerá que el resultado sigue siendo el mismo, aunque se alcance por un camino inverso. Es cierto que la ganancia no habrá aumentado porque haya disminuido el salario. pero el salario habrá disminuido por haber aumentado la ganancia. Con la misma cantidad de trabajo ajeno, el capitalista compra ahora una suma mayor de valores de cambio, sin que por ello pague el trabajo más caro; es decir, que el trabajo resulta peor remunerado, en relación con los ingresos netos que arroja para el capitalista.
Además, recordamos que, pese a las oscilaciones de los precios de las mercancías, el precio medio de cada mercancía, la proporción en que se cambia por otras mercancías, se determina por su coste de producción. Por tanto, los lucros conseguidos por unos capitalistas a costa de otros dentro de la clase capitalista se nivelan necesariamente entre sí. El perfeccionamiento de la maquinaria, la nueva aplicación de las fuerzas naturales al servicio de la producción, permiten crear en un tiempo de trabajo dado y con la misma cantidad de trabajo y capital una masa mayor de productos, pero no, ni mucho menos, una masa mayor de valores de cambio. Si la aplicación de la máquina de hilar me permite fabricar en una hora el doble de hilado que antes de su invención, por ejemplo, cien libras en vez de cincuenta, a cambio de estas cien libras de hilado no obtendré a la larga más mercancías que antes a cambio de las cincuenta, porque el coste de producción se ha reducido a la mitad o porque, ahora, con el mismo coste puedo fabricar el doble del producto.
Finalmente, cualquiera que sea la proporción en que la clase capitalista, la burguesía, bien la de un solo país o la del mercado mundial entero, se reparta los ingresos netos de la producción, la suma global de estos ingresos netos no será nunca otra cosa que la suma en que el trabajo vivo incrementa en bloque el trabajo acumulado. Por tanto, esta suma global crece en la proporción en que el trabajo incrementa el capital; es decir, en la proporción en que crece la ganancia, en comparación con el salario.
Vemos, pues, que, aunque nos circunscribimos a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, los intereses del trabajo asalariado y los del capital son diametralmente opuestos.
Un aumento rápido del capital equivale a un rápido aumento de la ganancia. La ganancia sólo puede crecer rápidamente si el precio del trabajo, el salario relativo, disminuye con la misma rapidez. El salario relativo puede disminuir aunque aumente el salario real simultáneamente con el salario nominal, con la expresión monetaria del valor del trabajo, siempre que éstos no suban en la misma proporción que la ganancia. Si, por ejemplo, en una época de buenos negocios, el salario aumenta en un cinco por ciento y la ganancia en un treinta por ciento, el salario relativo, proporcional, no habrá aumentado, sino disminuido.
Por tanto, si, con el rápido incremento del capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo tiempo se ahonda el abismo social que separa al obrero del capitalista, y crece, a la par, el poder del capital sobre el trabajo, la dependencia de éste con respecto al capital.
Decir que el obrero está interesado en el rápido incremento del capital, sólo significa que cuanto más aprisa incrementa el obrero la riqueza ajena, más sabrosas migajas le caen para él, más obreros pueden encontrar empleo y ser echados al mundo, más puede crecer la masa de los esclavos sujetos al capital.
Hemos visto, pues:
Que, incluso la situación más favorable para la clase obrera, el incremento más rápido posible del capital, por mucho que mejore la vida material del obrero, no suprime el antagonismo entre sus intereses y los intereses del burgués, los intereses del capitalista. Ganancia y salario seguirán hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón inversa.
Que si el capital crece rápidamente, pueden aumentar también los salarios, pero que aumentarán con rapidez incomparablemente mayor las ganancias del capitalista. La situación material del obrero habrá mejorado, pero a costa de su situación social. El abismo social

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